La vivienda popular en el territorio de la arquitectura

Extraído de: La estructura histórica del entorno
Autor/es: Marina Waisman

  • Título: La estructura histórica del entorno.
  • Editor: Ediciones Nueva Visión.
  • Lugar: Buenos Aires, ARG.
  • Fecha: 1977
  • ISBN: 978-950-602-069-9

Comentario

Autor/es: Sergio Martín Blas

El libro de Marina Waisman al que pertenece este fragmento, publicado en Buenos Aires en 1977, reconoce desde su arranque la necesidad de delimitar un nuevo territorio para la arquitectura y para el análisis histórico, en continuidad con los esfuerzos realizados desde los años cincuenta del siglo pasado. Frente a las visiones de autores de la primera modernidad como Sigfried Giedion o Nikolaus Pevsner, centradas en una selección de obras de arquitectos y en la evolución de valores técnicos y estéticos, Waisman se propone hacer visible la estructura de las relaciones históricas entre esos objetos (obras y valores) y los que han quedado fuera del conocimiento histórico tradicional, asumiendo un territorio de observación ampliado a través del concepto de “entorno”.

El título del libro sintetiza este cambio de enfoque hacia una visión histórica que “se conforma desde el presente”, a la que se van incorporando nuevos aspectos (objetos de estudio) que se suman a los considerados tradicionalmente (forma, función, estructura): desde el proceso de diseño y las relaciones de la obra con el entorno, hasta la tecnología ambiental y los significados ideológicos. A estos Waisman añade el “proceso de producción”, entendido como el marco general en el que se desarrolla el acto arquitectónico, incluidas la organización económica y las competencias profesionales, el papel del arquitecto. Precisamente las competencias profesionales sirven, siempre en las partes introductorias del libro, para insistir en la ampliación del territorio de la historia de la arquitectura, al identificar tres grupos o “unidades culturales” que determinan otras tantas formas de producir arquitectura: el saber folklórico o popular, el saber profesional arquitectónico y la actividad profesional-comercial. A cada uno de estos grupos corresponde un modo de interpretar y de construir la realidad, unos límites y unos objetivos.

Waisman sitúa en el contexto histórico de la Revolución Industrial la aparición del último grupo, el profesional-comercial, que aprovecha la explosión de la población urbana, y el correspondiente problema de la vivienda masiva, como pretexto para cumplir una finalidad económica. El sistema de valores de este grupo se expandió a los otros dos, la construcción del entorno como mercancía se generalizó, siempre según la autora, en detrimento de los valores simbólicos del saber popular y de la vocación de servicio y los valores humanos del saber profesional arquitectónico. Waisman concluye, significativamente, que “desde ese momento, todo intento de hacer de la arquitectura un servicio tendrá que venir como resultado de una lucha de reconquista” (p. 48). Precisamente la recuperación de la “vivienda mínima y masiva” como objeto de estudio y de trabajo del grupo profesional arquitectónico, el reconocimiento de la calidad de sus necesidades, las circunstancias que determinaron su exclusión inicial del territorio de la arquitectura y su posterior reconocimiento, se enuncian con lucidez en el fragmento seleccionado del libro.

El texto de Waisman permite reconocer así no solo la importancia central de la “vivienda popular urbana” en el proceso de definición del territorio de la arquitectura que llega hasta nuestros días, con sucesivos intentos de ampliación y restricción, sino sobre todo los conflictos entre intereses y valores a los que responden esos movimientos, los intentos por situar la vivienda popular (social) dentro o fuera de la cultura y entre los saberes de los arquitectos.

“Muchos objetos que hoy consideramos arquitectónicos no eran reputados como tales en el siglo XIX, ya que no correspondían ni al grupo profesional ni a las tipologías consideradas arquitectónicas. Se trataba, por ejemplo, de las obras hechas por ingenieros para servir a funciones tales como estaciones de ferrocarril, mercados, salones de exposición, y en cuya concepción predominaba el saber profesional ingenieril sobre el entonces considerado como saber profesional arquitectónico. (…) La vivienda, por otra parte, también había constituido objeto de la historia de la arquitectura. Los historiadores habían tratado de describir o de reconstruir la “vivienda típica” griega, romana, egipcia, de estudiar la vivienda medieval, etc. En tanto que nunca consideraron objeto arquitectónico a una de las tipologías de vivienda más características de la época, como que fue su creación propia: el slum. El sistema de selección tampoco habría estado basado, por tanto, en la tipología funcional —la vivienda es tema propio de arquitectura— sino en la calidad del objeto y en la participación del grupo profesional en su producción. Claro está que en este caso se trata de una categoría especial dentro de la tipología de vivienda urbana: una vivienda colectiva mínima, degradada por la mezquindad de los criterios que regían la ocupación del suelo, la determinación de los espacios habitables, el uso de los materiales. La delimitación del campo de la arquitectura implicaba en aquella época cierto nivel de calidad, y por otra parte el saber profesional tenía connotaciones artísticas y académicas. De ahí que un tema que tenía como presupuesto básico la producción económica, y al cual el problema del valor estético resultaba totalmente ajeno, quedara automáticamente marginado del territorio de la arquitectura. Un nuevo grupo, “profesional-comercial”, se hará cargo de este tema, y contribuirá, del mismo modo que la ingerencia del ingeniero, al estrechamiento del campo profesional del arquitecto.

Con el nacimiento del Movimiento Moderno, sin embargo, se advierte que la crítica y la teoría han incorporado a sus especulaciones aquellos objetos marginados en el siglo pasado [s. XIX], y a su vez la profesión arquitectónica los ha incorporado a su práctica habitual. Más aún, el tema de la vivienda mínima no sólo ha entrado en el territorio de la arquitectura sino que ha llegado a constituirse en uno de sus objetos primordiales, y otro tanto puede decirse de ciertos problemas tecnológicos reservados antes al saber ingenieril.

¿Cómo han llegado a incorporarse estos nuevos objetos? ¿Qué mecanismos se ponen en juego para descubrirlos o para inventarlos? ¿Por qué no se había advertido antes su existencia? No se trata de un simple acto de voluntad o de particular clarividencia. (…)

Ya se han comentado algunas de las razones por las que en el siglo pasado [s. XIX] la vivienda popular urbana no se consideró objeto arquitectónico, pero eran razones estudiadas a partir de la constatación de la existencia del slum como tal; para ir en busca de motivos más profundos, sería menester descubrir por qué tal vivienda apareció con los caracteres de slum en lugar de surgir como una decorosa vivienda urbana. Un estudio del tema nos llevaría a considerar un complejo conjunto de circunstancias históricas, entre ellas el predominio de una ideología social en la que las necesidades humanas se calificaban —y cuantificaban— según la ubicación en la escala social; el estadio de crecimiento violento de un nuevo sistema productivo, que convertía al factor económico, entendido de un modo elemental y crudo, en la medida de casi todas las cosas; el impacto del desmesurado crecimiento urbano imposible de controlar por la inexistencia de una ciencia, una práctica y una legislación que históricamente no eran aún posibles. La primera de las circunstancias mencionadas puede considerarse también motivo para la no intervención del arquitecto, cuya labor estaba reservada a servir a necesidades sociales consideradas más elevadas dentro del criterio de la época.

Es por tanto en el cambio de algunas o todas las circunstancias aludidas que deben buscarse las razones por las que la vivienda mínima y masiva se convirtiera posteriormente en objeto arquitectónico. La circunstancia histórica más saliente parece ser el acceso de las clases más necesitadas al escenario histórico, y el consiguiente reconocimiento de la calidad de sus necesidades y derechos. Que aquellas fuerzas que dominaban y calificaban la ideología de la naciente Revolución Industrial no han sufrido una transformación total lo prueba el hecho de que el reconocimiento de estas necesidades no se ha traducido automáticamente en un universal empeño por satisfacerlas.

El reconocimiento del nuevo objeto no significó, además, la automática transferencia de su manejo al ámbito arquitectónico. El grupo profesional, al no haber reconocido la validez del tema en el momento de su aparición, perdió —no se sabe si definitivamente— sus posibilidades de ocupar por sí solo este territorio, y la recuperación de su manejo es uno de los motivos de lucha tanto de los teóricos como del grupo profesional.”

Waisman, Marina. La estructura histórica del entorno. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1977, pp. 33-36.