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Chabola

Autor/es:  Sergio Martín Blas, José Manuel de Andrés Moncayo

Bibliografía:

– Busquets i Grau, Joan. La urbanización marginal. Edicions UPC. Barcelona: 1999.

– Burbano Trimiño, Francisco Andrés. “La urbanización marginal durante el franquismo: el chabolismo madrileño (1950-1960)”, Hispania Nova, 18 (2020), págs. 301-343.

– Sambricio, Carlos. La vivienda en Madrid en la década de los 50. Madrid, 1999.

– Solá Morales, Manuel. «Notas sobre la marginalidad urbanística» en Cuadernos de Arquitectura y Urbanismo, nº 86 (1971), pp. 85-91.

– Solá Morales, Manuel. «La Urbanización Marginal y la formación de plusvalías del suelo» en Papers. Revista de sociología, nº3 (1974), pp. 365-380.

– VV.AA. Guía del urbanismo de Madrid / s. XX. Madrid: Gerencia Municipal de Urbanismo, 2004.

Según la RAE el término “chabola”, empleado en España para designar un habitáculo mínimo y precario, construido ilegalmente en zonas urbanas o suburbanas, proviene del euskera “txabola”, choza o caseta.  El origen evocaría una pequeña construcción que cabe suponer en madera, a modo de cabaña, en particular aquellas construidas por pastores como refugio para guarecerse de la intemperie y pernoctar ocasionalmente. Desde el vasco se especula su conexión con el francés antiguo “jaole”, jaula o cárcel y éste del latín “caveola”, jaulita. En el argot carcelario español, el término “chabolo” designa a la celda del preso. En el campo semántico que queda entre el refugio pastoril y la celda carcelaria se podría inscribir la chabola, “vivienda de escasas proporciones y pobre construcción, que suele edificarse en zonas suburbanas” (RAE), promesa de libertad y castigo. En Cataluña y el Levante español el término se sustituye habitualmente por “barraca”, sinónimo de “caseta”, en origen “casa pequeña y rústica”. Todo remite al frecuente origen rural del constructor y habitante histórico de las chabolas, emigrado del campo a la ciudad.

Se conoce como “chabolismo” (o “barraquismo”) en España al fenómeno ilegal de concentración de chabolas, por lo general en la periferia de las grandes ciudades, formando “poblados de chabolas”. Estos se caracterizan tanto por la falta de servicios e infraestructuras urbanas como por sus condiciones de insalubridad.

La explosión del chabolismo en España tuvo lugar desde el final de la década de 1940, durante la dictadura del General Franco. Entre 1940 y 1970 las grandes urbes multiplicaron su población a partir del éxodo de población rural en busca de oportunidades de trabajo en la nueva industria. El municipio de Madrid, por ejemplo triplicó su población censada, pasando de poco más de 1 millón de habitantes a más de 3.146.000 a finales de los años 60, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Este crecimiento explosivo provocó la suburbanización extensiva de las periferias urbanas de las principales ciudades. A mediados de la década de 1950 había en Madrid unas 50.000 infraviviendas, más de la mitad de ellas chabolas, lo que equivale a un porcentaje aproximado del 10% del parque total de vivienda según estadísticas del Plan de Urgencia Social de Madrid (C. Sambricio, “La vivienda en Madrid en la década de los 50”. Madrid, 1999). Desde la segunda mitad de los cincuenta la política de la Administración franquista empleó la construcción intensiva de vivienda social para realojar a la población de estas áreas, denominadas marginales. Para ello se elaboraron censos, se expropiaron los suelos sobre los que se edificaban y se comenzaron a derribar tanto las construcciones más precarias, las chabolas, como otras construcciones que, a modo de casas de pueblo, manifestaban un saber popular de origen rural, todas ellas clasificadas bajo la categoría “infravivienda”.

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Pese a los esfuerzos de las autoridades franquistas y a la aprobación del «Plan de Erradicación del Chabolismo» en 1961, la urbanización marginal fue una realidad en ciudades como Madrid hasta finales de la década de 1970, cuando la acción del movimiento vecinal y las nuevas dinámicas económicas de la Transición a la Democracia acabaron con la apreciación de este fenómeno como una lacra social urgente. Sin embargo, la existencia de asentamientos chabolistas no ha pasado a la historia. Desde la aprobación de la Instrucción de Prevención y Erradicación de Asentamientos Ilegales en 2008 se derriban cada año en Madrid unas cien chabolas. Buena parte de estas cifras se dan como resultado de la operación de realojo de habitantes de la Cañada Real que se inició en 2017 con la firma de un Pacto Regional y que todavía no se ha completado, lo que demuestra que el chabolismo sigue siendo realidad.

Frente a la falta general de observación motivada por la hipótesis de erradicación, asumida por el urbanismo (salvo excepciones como los trabajos realizados desde el Laboratorio de Urbanismo de Barcelona en los años setenta), la memoria del chabolismo español, su arquitectura, se deben buscar en la literatura. Insuperable la obra de Luis Martín Santos en Tiempo de Silencio (1962), en la que se acumulan connotaciones sociales, morales y biológicas, situada en 1949:


“-¿Son ésas las chabolas? -preguntó don Pedro señalando unas menguadas edificaciones pintadas de cal, con uno o dos orificios negros, de los que por uno salía una tenue columna de humo grisáceo y el otro estaba tapado con una arpillera recogida a un lado y a cuya entrada una mujer vieja estaba sentada en una silla baja.

-¿Ésas? -contestó Amador-. No; ésas son casas.

Tras de lo cual continuaron marchando en silencio por un trozo de carretera en que los apenas visibles restos de galipot encuadraban trozos de campo libre, en alguno de los cuales habían crecido en la primavera yerbas que ahora estaban secas.

Amador añadió:

-Cuando se vinieron del pueblo yo ya se lo dije, que no encontraría nunca casa. Y ya estaba cargado de mujer y de las dos niñas. Pero él estaba desesperado. Y desde la guerra, cuando estuvo conmigo, le había quedado la nostalgia. Nada, que le tiraba. Madrid tira mucho. (…)

¡Allí estaban las chabolas! Sobre un pequeño montículo en que concluía la carretera derruida, Amador se había alzado -como muchos siglos antes Moisés sobre un monte más alto- y señalaba con ademán solemne y con el estallido de la sonrisa de sus belfos gloriosos el vallizuelo escondido entre dos montañas altivas, una de escombrera y cascote, de ya vieja y expoliada basura ciudadana la otra (de la que la busca de los indígenas colindantes había extraído toda sustancia aprovechable valiosa o nutritiva) en el que florecían, pegados los unos a los otros, los soberbios alcázares de la miseria. La limitada llanura aparecía completamente ocupada por aquellas oníricas construcciones confeccionadas con maderas de embalaje de naranjas y latas de leche condensada, con láminas metálicas provenientes de envases de petróleo o de alquitrán, con onduladas uralitas recortadas irregularmente, con alguna que otra teja dispareja, con palos torcidos llegados de bosques muy lejanos, con trozos de manta que utilizó en su día el ejército de ocupación, con ciertas piedras graníticas redondeadas en refuerzo de cimientos que un glaciar cuaternario aportó a las morrenas gastadas de la estepa, con ladrillos de «gafa» uno a uno robados en la obra y traídos en el bolsillo de la gabardina, con adobes en que la frágil paja hace al barro lo que las barras de hierro al cemento hidráulico, con trozos redondeados de vasijas rotas en litúrgicas tabernas arruinadas, con redondeles de mimbre que antes fueron sombreros, con cabeceras de cama estilo imperio de las que se han desprendido ya en el Rastro los latones, con fragmentos de la barrera de una plaza de toros pintados todavía de color de herrumbre o sangre, con latas amarillas escritas en negro del queso de la ayuda americana, con piel humana y con sudor y lágrimas humanas congeladas.”

Martín Santos, Luis. Tiempo de Silencio. Madrid: Seix Barral, 1962.